El arte de la guantería

Protagonistas del strip-tease más célebre de su época, los guantes entronizaron el mito de Gilda: al ritmo de su armoniosa voz, Rita Hayworth agitaba su seductora melena caoba mientras iba desenfundando lentamente unos largos guantes de satén negro (actitud tan sugerente que le valió la famosa, inolvidable y sonora bofetada de Glenn Ford).
Fetiche erótico por excelencia, los guantes no sólo han robado corazones. Con su ayuda los ladrones de guante blanco también han sustraído infinidad de joyas, cuadros y otros objetos de incalculable valor. No obstante, pese a que el guante ha sido el más eficaz aliado para encubrir la identidad del delincuente, en cambio sí ha dejado una huella imborrable en la historia de nuestro vestido y nuestras costumbres.
Prenda representativa de gran status, expresión de poder y justicia, símbolo de dominio y linaje, muchas personas perdieron por él su libertad e incluso la vida (tuvo esta prenda tal influencia que durante la Edad Media algunos países la adoptaron como unidad de medida, a la que tiempo después le atribuyó fuerza legal para sellar todo tipo de contratos).
Para comprender la irresistible ascensión del guante previamente hay que tener en cuenta la importancia que tienen las manos en la vida del ser humano. Con ellas el hombre come, escribe o toca instrumentos musicales; sus manos le sirven tanto para trabajar como para acariciar al ser querido. No es extraño, pues, que desde nuestro pasado más remoto hayamos tenido especial cuidado en mimar y proteger este magnífico instrumento orgánico: abrigándolas del frío en los crudos inviernos, del fuego, de la suciedad o de los trabajos más rudos…
Los guantes hicieron del hombre un ser activo y, sobre todo, diestro (de igual manera que el calzado movilizó a la persona permitiéndole alzar la vista sin miedo a lastimarse los pies con los accidentes del terreno). Las primeras manoplas de piel tosca facilitaron al “homo sapiens” la tarea de plantar, cultivar, arrancar las malas hierbas y roturar mejor los campos ya que con esta especie de guantes no tenían miedo de dañarse las manos con espinas o matojos. De todas formas fue a partir del momento en que inventaron los guantes con 5 dedos cuando esta prenda adquirió una posición privilegiada en la vestimenta humana. En la Odisea aparecen ya citados. Según textos antiguos, los griegos utilizaban guantes en los banquetes, por un lado para no mancharse los dedos –aún desconocían el empleo de cubiertos en la mesa- y por otro, para no quemarse los dedos debido a su impaciencia por comer los calientes asados.
En Roma apenas se usaron. En cambio, sí fueron adoptados como insignia durante los oficios religiosos por los primeros cristianos. Como las manos desempeñan tantas labores y tareas impuras, la iglesia primitiva prohibía terminantemente ofrecer la Eucaristía con los dedos desnudos y los oficiantes tuvieron que esconderlos bajo guantes de tela durante las misas. Posiblemente los cristianos recibieron de Oriente el rito de las manos embozadas. Antiguamente creencias orientales aseguraban que en las manos descansaban fuerzas mágicas, por lo que sólo con ellas enguantadas podían los súbditos y fieles acercarse al rey y a los dioses. Cuenta Jenofonte que en la corte imperial persa su uso era norma de protocolo. Presentarse a mano descubierta era interpretado como un gesto de rebeldía y desacato. Quizá por eso el rey Ciro mandó ejecutar a todos sus primos cuando acudieron a verle sin guantes.
Hacia el siglo VII, los guantes comenzaron a considerarse un objeto de adorno; 2 siglos más tarde el alto clero los adoptó como digno complemento de su indumentaria litúrgica. Obispos y pontífices eligieron el color púrpura para sus guantes de seda, como distintivo de su dignidad. Investido con todos los atributos reales, los guantes llegaron a representar a los soberanos cuando se encontraban ausentes. El guante, calco exacto e intransferible de la mano del monarca, constituía su insignia más personal. Todo lo que su mano enguantada tocaba pasaba a ser de su propiedad, o bien caía bajo su protección y custodia. Con el tiempo, la entrega del guante acostumbró a legitimar la validez de los contratos. Cuando el siervo cambiaba de dueño, el nuevo amo recibía simbólicamente un guante y siempre se entregaba 1 al juez en señal de reconocimiento y acato a su autoridad.
La mujer que introdujo la moda del guante femenino, en el siglo XVI, fue Catalina de Médicis, casada con Enrique II de Francia. Su uso casi estaba reservado al varón, y la mujer únicamente se permitía el lujo de regalarlo (a su prometido o al caballero elegido, que lo exhibía, orgulloso, sujetado al yelmo durante los torneos).
Concientes de su tremenda carga sensual, las mujeres lo adoptaron como complemento indispensable de su vestuario, pero sobre todo como estandarte erótico. Las refinadas damas rococó del siglo XVII le dieron su espaldarazo definitivo. Atraídas por el lujo y esplendor, el presupuesto destinado para seguir estando a la moda enguantada arruinó a más de una cortesana (o a su marido, que es lo mismo). El lujo que envolvía aquellas manos cuidadas y tersas sólo pretendía centrar la atención sobre su condición ociosa, requisito indispensable para acceder a la élite de la sociedad. Inaugurado el siglo XIX, muchas familias hicieron fortuna gracias a la Revolución Industrial. Sin embargo y pese al dinero, se sentían advenedizos, les faltaba caché, ese toque de distinción y elegancia que tanto admiraban de la aristocracia. Para acercarse a ellos copiaron sus modos y crearon un rígido protocolo social en el que las reglas de etiqueta encorsetaron las conductas decimonónicas. Asociado el aguante a la idea de recato y propiedad, aquel material inerte resguardaba el grosero contacto entre 2 manos desnudas. “¡Nada más vulgar que quitarse el guante para estrechar una mano!”, gritaban los árbitros de la elegancia burguesa (por su parte, las modernas, y nuevas, revistas femeninas anunciaban que los guantes estaban “in”).
El antiguo arte de la guantería se convirtió en industria cuando Xavier Jouvin, un joven estudiante francés de medicina ideó el sistema de tallaje, que agilizaba su manufactura. A partir de la información que obtuvo estudiando las manos de miles de pacientes en el hospital de Grenoble, identificó 320 tallas y se le ocurrió diseñar un patrón para los guantes, que patentó en 1834. A partir de ese momento, y gracias a los distintos avances técnicos en la maquinaria textil, la industria guantera fue en aumento.
Hoy por hoy, el empleo del guante se ha versatilizado. Desde el guante exfoliador en la ducha, hasta el sofisticado modelo que usan los operarios que manipulan residuos radiactivos, pasando por las manoplas para peinar cachorros lanudos, los que usa el jardinero o barrendero y por supuesto también, el boxeador, esta prenda se ha convertido en una herramienta habitual de trabajo y, desde ya, del deporte.
A comienzos del 2010, el guante no tiene, en fin, de que preocuparse porque, aunque ya no marque las tendencias del glamour y la moda, siguen vendiéndose a pares… Adieu!!!.